Sevilla.
Álvarez Duarte trabaja en una nueva teoría sobre la autoría de la Esperanza.
La autoría de la imagen mariana de mayor devoción de la semana santa sevillana sigue siendo un misterio. La histórica atribución a la roldana defendida por Hernández Díaz ha dado paso a otras teorías que no suelen alejarse del foco del gran taller de Pedro Roldán. Álvarez Duarte avanza un paso más y señala al creador utrerano Francisco Antonio Ruiz Gijón.
¿Quién hizo la Macarena? ¿Qué manos tallaron a la Esperanza más universal? ¿De dónde vino ese rostro de dolor amortiguado que se escapa de su paso perfecto en la Madrugá? ¿Quién pudo tallar una faz que se muda con la luz y las horas? La autoría de una de las imágenes más veneradas dentro y fuera de los muros de Sevilla sigue siendo una incógnita sin resolver por todos los tratadistas e historiadores que se han ocupado del tema, una Gioconda pasionista que esconde uno de los más hermosos enigmas de la Semana Santa de Sevilla. De Montañés a Montes de Oca, de Mesa a Blas Molner, todas las atribuciones –más o menos afortunadas– han tenido cabida en este rompecabezas de autorías para intentar desenmarañar el enigma.
Pero este misterio podría encerrar una clave oculta, según la aportación del imaginero Luis Álvarez Duarte, en la aún desconocida relación entre el frondoso taller de Pedro Roldán y el escultor utrerano Francisco Antonio Ruiz Gijón, autor de ese cristo monumental, El Cachorro, que cierra el mejor catálogo de los grandes crucificados del primer Barroco. En cualquier caso, ningún documento acredita la mano o taller que alumbró esta imagen enigmática que sigue dándonos pistas aquí y allí, revelándonos parecidos, gestos, improntas y parentescos en otras esculturas devocionales y en figuras secundarias sin que, a ciencia cierta, seamos capaces de adscribirla con plena seguridad a la firma definitiva.
Podemos encontrar rescoldos de su suspiro en la Dolorosa del impresionante grupo del Descendimiento del actual retablo de la parroquia del Sagrario de la Catedral, que fue contratado por el taller de Pedro Roldán para la hermandad de los Vizcaínos en la perdida Casa Grande de los franciscanos que se levantaba en lo que hoy es Plaza Nueva. Hallamos retazos de su gesto en la Piedad de Santa Marina, también en las imágenes secundarias que la acompañan en el misterio de la Mortaja o un parecido asombroso y revelador en otras imágenes más lejanas como los Nazarenos de La Algaba y de la localidad gaditana de San Fernando, que tampoco están documentados. Pero cuando creemos atrapar su personalidad en otro rostro, cuando sentimos la certeza de tenerla en nuestra mano, vuelve a escapar y a sembrar interrogantes; a abrir nuevos caminos, otras sendas para una investigación que, al final, siempre acaba rondando el entorno de uno de los talleres más prolíficos de la segunda mitad del Siglo de Oro.

Pero, ¿qué tiene que ver Ruiz Gijón en todo esto? ¿cuáles fueron los vínculos reales entre el autor del Cachorro y el inmenso círculo de Pedro Roldán? Esos hilos desaparecidos nos pondrían en el camino definitivo para desentrañar parte del misterio que rodea la hechura de una imagen que no se puede separar de la órbita de la inmensa factoría artística de Roldán. Pero la pregunta del millón es saber de quién fue la mano concreta que obró una imagen destinada a convertirse en un icono universal. ¿Sería un simple oficial más o menos aventajado? ¿Es la obra premonitoria de un aprendiz que acabaría convirtiéndose en un gran maestro? ¿Es el hallazgo casual de un escultor oscuro y hoy olvidado? Las imperfecciones anatómicas, la mirada ligeramente estrábica y los extraños errores de simetría parecen apoyar alguna de estas opciones aunque se han aliado con el tiempo para dotar a la Esperanza de esa personalidad intrasferible que la distingue de todas las dolorosas. Y de esa excepcionalidad nace un misterio apuntalado por la escasa estima artística y económica que se tenía en aquella época por las imágenes de vestir, un desafecto que casi ha llegado a nuestros días y que explicaría en parte las dificultades para documentar a la mayoría de las dolorosas de aquella época. No hay que olvidar que, en pleno siglo XX, uno de los primeros escollos que se encontró la coronación canónica de Nuestra Señora de la Esperanza fue su condición de imagen de candelero.
Pero hay que volver al siglo XVII: ese escaso aprecio por una imagen de vestir –hoy plenamente superado– que se limita al tallado de mascarilla y manos podría explicar el tibio interés por documentar el contrato de su hechura o acreditar una autoría que sí encontraba fama y prestigio en los retos profesionales que suponían las imágenes de bulto con ropajes estofados, los programas iconográficos de los grandes retablos y los monumentales crucificados. Tal y como apostilla el propio Álvarez Duarte, “artísticamente no se les prestaba la misma atención que a una talla completa o una figura como el Cirineo de San Isidoro. Una virgen de candelero no se tenía demasiado en cuenta para la valía de un escultor”.



Todos estos datos vienen a reforzar la importancia artística del taller de Pedro Roldán, su influencia en otros creadores que participan de sus aportaciones estilísticas. Según recalca Luis Álvarez Duarte, “Ruiz Gijón, además de un fantástico imaginero, era un gran tallista y con cuatro golpes de gubia te podía resolver el pelo o las masas de las vestiduras. Lo podemos ver en el Cachorro. Tuvo que haber una conexión con Pedro Roldán más allá de su evidente admiración, una intensa relación de taller. Ésa es la clave. Hubo una relación grande. Roldán también da un modelado valiente, un resultado efectista en el que no se termina el pelo, se vuelan los paños: ése es el aire roldanesco que se perpetúa en Ruiz Gijón, al que su obra debió causarle una gran impresión, debió actuar como una auténtica revelación profesional”. El imaginero refuerza estos vínculos: “Nada se puede entender sin Roldán. Él es un gran innovador, y quizá no está valorado del todo. Rompe todos los esquemas. Ves a Duque Cornejo, a Ruiz Gijón, y ves a Pedro Roldán. Sólo nos queda desenroscar el vínculo que los unía…”.
El último gran creador del Barroco Pleno
Francisco Antonio Ruiz Gijón nació en Utrera en 1653. Trasladado a Sevilla desde muy pequeño, pronto inició su aprendizaje con el escultor Andrés Cansino y contrajo matrimonio con su viuda tras el fallecimiento de éste. Después, debió vincularse de alguna manera al prolífico taller de Pedro Roldán con el que le unen evidentes analogías estilísticas y formales. Autor de imágenes y figuras como el Cirineo de San Isidoro o los Evangelistas del paso del Cristo del Museo, mantuvo una notable trayectoria como retablista y consagró el modelo más universal de paso barroco al realizar las andas y los arcángeles del Señor del Gran Poder. Con el Cristo de la Expiración, el Cachorro de Triana, despide toda una época de genialidades. El del Patrocinio es el último gran crucificado del fecundo Siglo de Oro español.
0 comentarios:
Publicar un comentario